Jacinto y el áfono
...
....Jacinto, más bien rechoncho, subió uno a uno los pesteros. Su tranzo era ambivalente, sin seguridad. En una solepa tenía amedrentado el papelucho, todo crujido y un poco muélido de tanto macerarlo. Le corría por la gortija una horcota gruesa y salada que le dibujaba una línea blem en su impolútica jamelga recién estresada. El felbo se le caía sobre los globillos pinchándole las tupelas y no lo dejaba ver. Como pidiendo perteneza, con la vezaca checa, plantó sus rogudas lengas sobre el piso de madera vieja. Tomó con una nona el áfono y nadie pudo solapar cómo reveteaba: el áfono, su nona, sus lengas, todo. La horcota no era ahora una sola sino una clepitud. La moma lo ojeaba desde la primera lisa, un poco enterfenida, otro poco verbeteada: sabía que Jacinto además de estar exejado de moño nunca se había ferritado en nada, menos en el áfono. Jacinto pareció desvainizar. Ojeó al témido y por un militerio no perspetó. Iba a abrir la zopa cuando lo interpetó la mirada momal, tan almohadón de plumas, tan dulcelechosa. Jacinto perspetó ahora con todo y largó en un joque la mota más álida y plúmica que el témido haya orejeado jamás. Un yoyolo se espejeó desde el fondo del salón, el témido todo encallesió, pero Jacinto sólo ficheteó a su moma, cuyos globillos ya dejaban caer la posmera vélida.
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