Chico material
.....Recuerdo que compartimos una época feliz, mojada. Teníamos un vaso hermoso donde cabía toda el agua del mundo. Amabas mi lluvia, mi saliva, mi sangre y todos mis líquidos vitales.
.....
.....“No tengo más sed”, me dijiste un día. No sólo eso: nunca te había gustado en realidad el agua, necesitabas hundirte en tu desierto personal y no entendías el propósito de ese vaso estúpido. Sin más, lo estrellaste contra el piso sin querer –o con toda tu fuerza, es lo mismo– y no quedaron más que astillas.
.....Te fuiste. Quise seguirte pero el camino estaba lleno de clavos de vidrio que los imanes de mis pies atraían. Te seguí igual: me dolió. “Pero el vaso…”, repetía para mí. “Vos me dijiste que necesitábamos el vaso”, decía. Continuaste tu camino.
.....Me costó un tiempo entender que de seguir por ahí me pincharía y que había otros rumbos en los que probablemente hubiera menos vidrios. Así que volví al lugar del principio y decidí reconstruir el vaso, que era en definitiva lo que necesitaba; no a vos. Eran miles de pedacitos, algunos ya ni los reconocía. Tomé uno y otro pero no encajaban. Me senté. Lloré un rato. Volví a empezar. Si tuviera a alguien para ayudarme sería más fácil, pensé. Y empecé a abrirme a los que se acercaban.
.....Un día vino uno con una escoba. Barrió prolijamente las partes, hizo una pila al costado. Por lo menos ahora podía caminar sin pincharme, pensé al principio. Pero yo no quería alguien que me barriera los pedazos. “Hagamos otro vaso”, me decía. Yo quería armarlo con los vidrios originales, quería ese vaso.
.....Otro día vino uno con un balde enorme de pegamento. Ahora sí, pensé. Llegó el momento. Mirándonos a los ojos empezamos a unir las partes. Nos costó, pero al poco tiempo lo terminamos: era una hermosa y delicada taza de vidrio. No era un vaso. Probé llenándolo con mi agua pero desbordaba por todos lados. Advertiste mi decepción y sugeriste comprar una taza más grande, quizás dos tacitas, pero fui yo la que te dije que no. Ya no tenía sed. No así.
.....Sola, sentada nuevamente al lado de mi montoncito, lloré una vez más. Me resigné a la idea del vaso, de nuestro vaso. Renuncié a todos los vasos del mundo, las tazas, tacitas, tazones, cuencos y hasta esos recipientes que te dan en los restaurantes orientales para tomar el té. Estaba dispuesta a morir de sed o a sobrevivir alimentada por la sal de las lágrimas que seguirían corriendo por lo menos por un tiempo.
.....
.....“Qué haces”, te escuché decir un día cuando mi cabeza todavía estaba hundida entre mis piernas. La levanté para ignorarte con orgullo y lo vi. En tus manos, tan seguro como natural, un vaso de plástico. Blanco. Con pajita.
.....“¿Y eso?”, te pregunté con la mirada. Te encogiste de hombros, esquivaste mis ojos y con una semisonrisa seguiste tu camino, bien calzado y sin añoranzas.
.....Recuerdo que compartimos una época feliz, mojada. Teníamos un vaso hermoso donde cabía toda el agua del mundo. Amabas mi lluvia, mi saliva, mi sangre y todos mis líquidos vitales.
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.....“No tengo más sed”, me dijiste un día. No sólo eso: nunca te había gustado en realidad el agua, necesitabas hundirte en tu desierto personal y no entendías el propósito de ese vaso estúpido. Sin más, lo estrellaste contra el piso sin querer –o con toda tu fuerza, es lo mismo– y no quedaron más que astillas.
.....Te fuiste. Quise seguirte pero el camino estaba lleno de clavos de vidrio que los imanes de mis pies atraían. Te seguí igual: me dolió. “Pero el vaso…”, repetía para mí. “Vos me dijiste que necesitábamos el vaso”, decía. Continuaste tu camino.
.....Me costó un tiempo entender que de seguir por ahí me pincharía y que había otros rumbos en los que probablemente hubiera menos vidrios. Así que volví al lugar del principio y decidí reconstruir el vaso, que era en definitiva lo que necesitaba; no a vos. Eran miles de pedacitos, algunos ya ni los reconocía. Tomé uno y otro pero no encajaban. Me senté. Lloré un rato. Volví a empezar. Si tuviera a alguien para ayudarme sería más fácil, pensé. Y empecé a abrirme a los que se acercaban.
.....Un día vino uno con una escoba. Barrió prolijamente las partes, hizo una pila al costado. Por lo menos ahora podía caminar sin pincharme, pensé al principio. Pero yo no quería alguien que me barriera los pedazos. “Hagamos otro vaso”, me decía. Yo quería armarlo con los vidrios originales, quería ese vaso.
.....Otro día vino uno con un balde enorme de pegamento. Ahora sí, pensé. Llegó el momento. Mirándonos a los ojos empezamos a unir las partes. Nos costó, pero al poco tiempo lo terminamos: era una hermosa y delicada taza de vidrio. No era un vaso. Probé llenándolo con mi agua pero desbordaba por todos lados. Advertiste mi decepción y sugeriste comprar una taza más grande, quizás dos tacitas, pero fui yo la que te dije que no. Ya no tenía sed. No así.
.....Sola, sentada nuevamente al lado de mi montoncito, lloré una vez más. Me resigné a la idea del vaso, de nuestro vaso. Renuncié a todos los vasos del mundo, las tazas, tacitas, tazones, cuencos y hasta esos recipientes que te dan en los restaurantes orientales para tomar el té. Estaba dispuesta a morir de sed o a sobrevivir alimentada por la sal de las lágrimas que seguirían corriendo por lo menos por un tiempo.
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.....“Qué haces”, te escuché decir un día cuando mi cabeza todavía estaba hundida entre mis piernas. La levanté para ignorarte con orgullo y lo vi. En tus manos, tan seguro como natural, un vaso de plástico. Blanco. Con pajita.
.....“¿Y eso?”, te pregunté con la mirada. Te encogiste de hombros, esquivaste mis ojos y con una semisonrisa seguiste tu camino, bien calzado y sin añoranzas.
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