miércoles, 25 de enero de 2012


La gota dulce

La aguja se clava, se hunde, se duerme unos segundos en el brazo hasta que siente en sus entrañas el sabor dulce de la sangre. Una sola gota se llena de rabia roja y le brotan manos que se agitan en un gesto nuevo. Las manos flacas reptan por el brazo y se alargan, agrietándolo. Llegan hasta el cuello, lo aprietan un poco y calan hondo en un ademán de volver a sus venas originales que se hinchan tratando de recuperarlas. Rendidas en el camino, caen, se desvanecen por los pechos amasándolos a su paso, recordando viejos amores o hijos o heridas abiertas; razones ocultas al entendimiento que ahora rodean los pulmones y se encuentran en la espalda. La muerden, la ajustan, le piden al aire que salga y no vuelva a entrar.
El líquido atrapado por dentro extraña a la gota dulce. Se agolpa en la extremidad de los dedos de las manos y los pies adormeciendo el juicio, nublando la vista. Los hilos tintos crean un tejido de asfixia y dependencia en los riñones, luego en el corazón y los nervios. El cuerpo se consume en un grito mudo que baña la piel ajada, la impotencia y la habitación. El rito se repite tres veces al día. La gota asoma, se llena de bronca. Busca la garganta.